La transformación de la moral: Un viaje hacia el reconocimiento incondicional

Vivimos en una era de transición moral, un periodo que se mueve desde una ética basada en la reciprocidad hacia una moralidad que busca el reconocimiento incondicional de cada individuo. Ya no actuamos ni razonamos como en la época de la ley del talión —“ojo por ojo, diente por diente”—, pero aún nos falta mucho para llegar a ver a cada ser, a todos, como valiosos y dignos de respeto, sin importar qué puedan hacer por nosotros o los nuestros.

¿Este periodo de transición durará décadas, siglos? La verdad, no lo sé. ¿Es inevitable que, con el tiempo, alcancemos una etapa de reconocimiento absoluto y madurez moral? Tampoco estoy seguro, y no soy tan optimista como para asumir que la historia siempre avanza hacia lo mejor. Aun así, no quiero sucumbir al pesimismo total; quiero creer que algún día será evidente que no debemos hacer daño a nadie, aunque ese "nadie" no sea un amigo, un vecino, o incluso alguien que jamás conoceremos. Y no solo personas, sino también seres que no son humanos, como animales, ecosistemas o bienes culturales.

¿Y por qué considero que estamos en una fase de transición? Porque ya no somos simplemente egoístas ilustrados; ya no actuamos solo bajo la premisa de “no dañaré a mi vecino porque no quiero que él me dañe a mí”. Hemos superado la idea de ser buenos con los demás solo porque nos conviene a largo plazo.

Aunque no debemos subestimar esta forma de pensar, que ha sido la base del contrato social. Este enfoque, que se remonta a la filosofía griega y ha evolucionado a través de la Ilustración hasta pensadores modernos como John Rawls y Robert Nozick, ha representado el primer peldaño de la moralidad en las complejas sociedades tanto de la antigua Grecia como de nuestras ciudades contemporáneas. Como señalaba Thomas Hobbes, es mejor vivir en un mundo regido por una moral mínima que en un mundo sin moral, sin leyes y sin autoridad estatal, lo que él llamaba el "estado de naturaleza".

Sin embargo, nuestras intuiciones morales han evolucionado más allá del contractualismo o del egoísmo racional. Hoy en día, muchos de nosotros consideramos abominable maltratar a los animales por mero placer, aunque estos no puedan vengarse de nuestras acciones. Entendemos que es incorrecto comprar productos fabricados con mano de obra infantil o contaminar el medioambiente, incluso cuando las consecuencias de nuestros actos no nos afecten directamente.

Entonces, ¿qué sentido tiene adoptar una moralidad más elevada, orientada al reconocimiento y respeto de todos y todo? ¿Cómo convencer al escéptico moral que solo está dispuesto a seguir una ética mínima basada en el contrato social? Esta es una cuestión difícil de responder, especialmente si no queremos volver a vincular la ética con la religión. Las grandes religiones predican el amor universal, pero a menudo este mandamiento está respaldado por el temor al castigo eterno y el deseo de una recompensa celestial.

Aunque no puedo profundizar en esta cuestión aquí, me gustaría sugerir algo: tal vez la clave esté en dejar de ver la moral como un medio para un fin y comenzar a verla como un fin en sí misma. El egoísta ve la moral como un medio para alcanzar sus propios fines; el creyente la percibe como un medio para asegurar una vida dichosa más allá de esta existencia terrenal. ¿Y si empezáramos a considerar la moral como lo sugería Aristóteles, como la práctica de la excelencia humana por la excelencia misma, como la vivencia de las virtudes porque no hay nada más sublime que llevar una vida virtuosa?

Este cambio de perspectiva nos permitiría avanzar hacia una moralidad que no busca recompensas ni evita castigos, sino que se basa en el reconocimiento y el respeto por cada ser, como un fin en sí mismo. Tal vez, al adoptar esta visión, podamos finalmente superar nuestra fase de transición y llegar a una nueva era de madurez moral.

Con cariño

Érika Rosas

Por: Redacción2
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