–Es muy difícil explicarle a un niño por qué la casa tiembla a cada rato por las bombas. O por qué se escuchan minas explosivas todos los días. O explicarle por qué no puede salir a la calle a jugar con otros niños por temor a una balacera, o por miedo a que regresen los sicarios. O por qué no va a la escuela a estudiar, sino a refugiarse de los drones. Ya no sé cómo explicarle a mi niño todo este terror que estamos viviendo.
Doña Cándida, que pide que no se revele su verdadera identidad, se encuentra en algún punto de Apatzingán, en la región de Tierra Caliente de Michoacán. Ahí lleva refugiada más de 20 días desde que tomó a sus hijos y huyó de El Alcalde, una pequeña comunidad rural dedicada al cultivo y la recolecta de limón.
En esa comunidad, como en la vecina El Guayabo, la noche del 15 de marzo un enfrentamiento armado entre sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación yLos Caballeros Templarios dejó una estampa desoladora: casquillos regados por las callejuelas, casas destrozadas por los balazos y las bombas de los drones, y caminos intransitables por las minas explosivas.
Como resultado, al menos 500 personas de las dos comunidades huyeron dejándolas prácticamente desiertas, mientras que la organización civil Observatorio de Seguridad Humana de Apatzingán reportó que otras mil personas se encuentran ‘atrapadas’ en otras cuatro comunidades de Tierra Caliente –Guanajuatillo, Holanda, Los Laureles y Cueramato– debido también a los enfrentamientos entre ambos grupos criminales.
El lugar donde se encuentra ahora Doña Cándida es una casa amplia de la que no se darán más detalles por seguridad. No vive ahí sola. Al menos otras 10 familias de desplazados, con niños y niñas también, cohabitan en el lugar algo apretados en espera de decidir cuál será el siguiente paso: si volver algún día a sus comunidades, o tratar de empezar prácticamente de cero en otro lugar.
La decisión, desde luego, no es fácil. Estas personas nacieron en esas comunidades; ahí tienen sus viviendas, sus pedazos de parcela, los trabajos con los que han salido adelante hasta ahora, y la escuela de sus hijos. Pero la violencia y el interés de los cárteles por controlar territorios completos, además del cobro de extorsiones a los productores de limón, hacen que volver con toda la familia –en algunos casos, solo los hombres regresan a las comunidades a trabajar, o a intentarlo si el cártel los deja, y regresan antes de que caiga la noche– sea una opción prácticamente imposible para la mayoría de quienes están desplazados en Apatzingán y refugiados en casas de amigos o familiares, o rentando, en las localidades de los alrededores.
–Queremos que las autoridades nos den garantías de seguridad, de que podemos volver a nuestros hogares y a nuestros trabajos –repiten al unísono las personas desplazadas que están en esta vivienda en Apatzingán, aunque, por el momento, más allá de un recorrido que la presidenta municipal hizo con elementos del Ejército y de la Guardia Nacional el pasado viernes 4 de abril para entregar ayudas y llevar algunos servicios de regreso a El Alcalde y El Guayabo, como la energía eléctrica, ninguna autoridad de ningún nivel de gobierno ha podido garantizarles esa seguridad que les permita regresar a casa, y a los niños y niñas volver a la escuela.
Por el contrario, parece que las autoridades locales y estatales no están valorando la situación en estas comunidades como grave, o al menos no tan grave, pues el 18 de marzo pasado el secretario de Gobierno michoacano, Carlos Torres Piña, dijo a medios que los reportes que tenían era de apenas 15 familias desplazadas tras los enfrentamientos armados en ambas comunidades; algo que los pobladores entrevistados, así como el Observatorio de Seguridad Humana de Apatzingán, rechazan. Asimismo, Animal Político pudo constatar en un recorrido el pasado 4 de abril que ambas poblaciones eran prácticamente ‘pueblos fantasma’.
Mientras los desplazados reclaman esas garantías de seguridad, los días transcurren. Y Doña Cándida dice que el desgaste psicológico, además del económico y de salud –Cándida, por ejemplo, tiene varias manchas que le han salido por el rostro y el cuello producto, asegura, del estrés extremo al que ha estado sometida–, es cada vez mayor en las familias de desplazados forzados. Especialmente en los más vulnerables.
–Los niños están desesperados porque aquí no pueden hacer muchas de las cosas que hacían allá en el rancho –explica la mujer, mientras uno de sus hijos de 9 años juega en silencio con el celular sentado en una silla de plástico. Otros niños de todas las edades, desde bebés a preadolescentes, corretean por un patio largo y estrecho donde hay pelotas, bicicletas, biberones y juguetes de plástico, además de varios fogones con ollas repletas de frijoles humeantes y grandes garrafones de agua.
–Y, además, todavía están muy espantados. De cualquier ruido empiezan a llorar, o salen corriendo al cuarto para esconderse. Están muy traumados por todo lo que vivieron allá.
Al escuchar a su madre, el niño de 9 años alza la mirada del celular y exclama con los ojos negros muy abiertos que él ya no quiere volver para su rancho. Que tiene mucho miedo.
–Los drones nos tiran bombas así… ¡pum! –grita y vuelve a bajar la mirada al juego del teléfono.
El niño hace referencia a los ‘dronazos’, una de las palabras más repetidas en las comunidades estos días, que son las cargas explosivas que los cárteles dejan caer sobre los frágiles techos de láminas de las viviendas –quizá para tratar de eliminar a sicarios rivales que ahí se esconden en los enfrentamientos entre ellos– por medio de una flotilla de pequeños aviones no tripulados, los drones.
Tras la intervención de su hijo, Doña Cándida sonríe maternal y le acaricia la coronilla para agitarle el pelo, a lo que el niño reacciona molesto porque él ya se ve como un adulto en potencia y quiere cuidar su ‘status’ frente a los más pequeños que corretean por el patio.
–Ahora mismo lo tengo enfermito del estómago, por lo mismo de los nervios y el estrés. Y pues es que sí, para nosotros todo esto que estamos viviendo es muy duro… Ahora, imagínate para ellos, que son todavía niños y no entienden bien lo que pasa, ni por qué tuvimos que salir del pueblo.
La mujer hace una pausa obligada que dura varios segundos. Trata de contener las lágrimas delante del niño, para que no se preocupe.
–Ya muchas veces no sé qué más decirle, pues –lamenta Cándida y se restriega los ojos negros con el dorso de la mano, ante la mirada seria y silenciosa de su hijo, que ha dejado el teléfono sobre la mesa.
–Solo me pongo a llorar con él, porque no sé cómo explicarle todo esto que nos está pasando. Es algo terrible.
Victórica, que tampoco se llama así, tiene tres hijos de 2, y 13 años. Al igual que los demás niños de El Alcalde, llevan desde las vacaciones de diciembre tomando clases en línea, como en los peores días de la pandemia de Covid 19, porque a partir de esa fecha los ‘dronazos’ y los enfrentamientos armados comenzaron a arreciar en la comunidad.
–Acá la violencia se respira. Todos los días hay guerra. Pero esa guerra, yo diría que en los últimos 10 meses, ha tomado unas dimensiones que asustan todavía más. Porque antes se utilizaban rifles, pistolas, para matar. Ahora estamos hablando de minas terrestres y del uso de drones para bombardear –explica en entrevista Carmen Zepeda, activista y regidora del Ayuntamiento de Apatzingán, que también destaca que las víctimas más vulnerables están siendo los más jóvenes, que prácticamente nacieron y crecieron con esta violencia.
–Los niños ya se acostumbraron a ver gente armada, a ver gente que mata y delinque, y a escuchar bombas y ‘dronazos’. Y eso, en sí mismo, ya es una violencia y un daño emocional tremendo en contra de ellos. Y ahora, además, súmale que tienen que abandonar sus comunidades.
No obstante, aunque la violencia ha ido aumentando progresivamente en los últimos meses, los vecinos entrevistados coinciden en subrayar que lo peor se vivió el 15 de marzo, cuando se produjo el éxodo masivo de El Alcalde y El Guayabo.
Esa noche las balas y las bombas no descansaron. Y ni siquiera la escuela, que tras cerrar sus puertas a los niños se convirtió durante meses en un refugio ‘antiaéreo’ debido a que es de las pocas estructuras que tienen techo de concreto en el pueblo, fue un lugar seguro para nadie.
–Mis hijos y yo estuvimos tirados en el piso hasta que amaneció –recuerda Victórica, aunque matiza que no fue la primera vez que vivieron algo así en su casa.
–Desde antes, cada vez que escuchaba el zumbido de los drones… no, bueno, salía corriendo a por mis hijos para escondernos en el baño porque es la única parte de mi casa que tiene paredes de concreto. Toda la familia nos metíamos ahí, al baño chiquito; todos parados, sentados, hechos bolita. ¿Qué más podíamos hacer, pues?
Pero lo que sucedió esa última noche, insiste, fue la gota que rebasó el vaso.
–Yo corrí sin nada. No pensé en la casa, ni en todas las cosas que dejamos atrás. O era la vida de mis hijos y la mía, o eran mis cosas. Así que decidimos huir.
Ahora, el marido de Victórica va y viene a diario de la comunidad para continuar trabajando en el campo de limón y tratar de conseguir algo de dinero para mantenerse en Apatzingán.
Aunque algo tan cotidiano como ir a trabajar se ha convertido en una actividad de alto riesgo por los retenes de los grupos criminales, que buscan extorsionar y quedarse con las propiedades y los terrenos de los pobladores, pero sobre todo por las minas explosivas que, producto de la guerra entre cárteles, hay plantadas por las brechas y caminos de terracería que dan acceso a los poblados y a los campos de cultivo.
–Ahora, salir a trabajar es el temor nuestro de todos los días –lamenta Victórica.
De hecho, apenas este 2 de abril un agricultor murió tras pisar una mina con su moto cuando estaba en el campo trabajando, mientras que en el recorrido por El Alcalde y El Guayabo del 4 de abril, Animal Político atestiguó cómo el Ejército mexicano desactivó y retiró al menos otras dos minas del camino que conecta la cabecera de Apatzingán con estas dos comunidades.
Victórica dice que, al menos, ha podido conciliar mejor el sueño desde que abandonó la comunidad, aunque como le sucede a sus hijos, cualquier ruido fuerte, como el de alguna de las muchas motos que transitan por la calle donde se están refugiando, o algún ruido que se asemeje al del zumbido lejano de un dron, la altera hasta el llanto, como le sucede a mucho de los desplazados que comparten vivienda con ella.
–Aquí me siento extraña, como fuera de lugar. Pero, al menos, duermo tranquila porque sé que mis niños están a salvo.
Con información de: Animal político.