Una de las objeciones más repetidas por los herejes protestantes contra la fe católica es la presencia de imágenes sagradas en nuestros templos, hogares y devociones. Con ligereza —y sin comprensión ni discernimiento— acusan a la Iglesia de idolatría. Pero esta acusación no solo es bíblicamente insostenible, sino que encierra un misterio más profundo: el odio a las imágenes no nace del celo por Dios, sino de la influencia del padre de la mentira, el diablo, quien odia todo lo que recuerda la verdad de la Encarnación.
Los iconoclastas protestantes, al rechazar las imágenes, se alinean —aunque no lo sepan— con el plan infernal de destruir la fe desde su corazón: negar la Encarnación del Verbo. Porque si el Hijo de Dios se hizo visible, tangible, representable… ¿cómo podría entonces ser pecado representarlo?
Las Imágenes y la Fe Encarnada
La Biblia dice: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). No se hizo idea. No se hizo símbolo. Se hizo carne. El Dios invisible se hizo visible. Dios tomó un rostro. Y si Dios tomó un rostro, entonces puede ser representado. Rechazar esta verdad —y prohibir su representación— es, en última instancia, negar el misterio central del cristianismo: que Dios se hizo hombre.
San Juan Damasceno, Padre y Doctor de la Iglesia, lo denunció con fuerza contra los herejes iconoclastas del siglo VIII:
«Yo no adoro la materia, sino al Creador de la materia, que se hizo materia por mí y que, por medio de la materia, realizó mi salvación… Por eso, venero la materia por medio de la cual me vino la salvación» (San Juan Damasceno, Contra los que rechazan las imágenes, siglo VIII).
La verdadera fe no teme a las imágenes: las bendice, las utiliza, las abraza, porque ve en ellas una prolongación de la Encarnación. El hereje, en cambio, las teme, las odia, las destruye, porque ha sido engañado.
El Engaño de los Herejes: Idolatría Imaginaria
Los protestantes suelen citar el mandamiento que prohíbe hacerse imágenes (Éxodo 20,4), pero ignoran el contexto y la historia sagrada. El mismo Dios que dio ese mandamiento ordenó, poco después, hacer imágenes de querubines sobre el Arca de la Alianza (Éx 25,18). También mandó hacer una serpiente de bronce (Nm 21,8), que más tarde Jesús usaría como figura de su crucifixión (Jn 3,14). Entonces, ¿se contradice Dios? ¡De ningún modo! La prohibición no era contra toda imagen, sino contra la idolatría: contra adorar a los ídolos como si fueran dioses. Pero venerar imágenes cristianas no es idolatría, del mismo modo que guardar una foto de tu madre no es convertirla en una diosa.
Los herejes no lo entienden porque han sido engañados. En su celo ciego, confunden veneración con adoración, representación con idolatría, pedagogía visual con superstición. No son custodios de la verdad, sino víctimas de un error. Y ese error tiene un origen infernal.
Satanás, el Gran Iconoclasta
¿Por qué el diablo odia las imágenes? Porque cada imagen santa es un recordatorio visible de que Dios se hizo carne. Cada icono, cada crucifijo, cada escultura de un santo o de la Virgen, proclama sin palabras que el Dios eterno entró en el tiempo, que el Invisible se hizo visible. El demonio odia esa verdad porque lo derrota. Por eso fomenta la iconoclasia: porque destruyendo las imágenes, intenta destruir la memoria de la Encarnación.
El iconoclasta actúa como Judas: pretende un falso celo por Dios, pero en realidad está vendiendo al Verbo encarnado por unas monedas de puritanismo. Le hace el juego al enemigo. El diablo no necesita que adores imágenes para condenarte; le basta con que rechaces la que verdaderamente salva: la imagen del Dios hecho hombre.
Matar la Religión desde su Núcleo
Al rechazar las imágenes, los protestantes destruyen el lenguaje visual de la fe. El cristianismo no es una religión del libro, sino de la Palabra hecha carne. La Biblia es testigo de esa Palabra, pero no la reemplaza. Por eso los primeros cristianos pintaban, esculpían, decoraban las catacumbas con escenas bíblicas. Porque la imagen transmite lo que el corazón intuye y lo que la lengua a veces no puede decir.
Privar al cristianismo de sus imágenes es como arrancarle el alma a un cuerpo. Es pretender una religión sin gestos, sin belleza, sin rostro… sin Encarnación. Una religión así no es cristiana: es un simulacro vacío, un retorno al legalismo fariseo o al puritanismo herético. Por eso, quienes destruyen las imágenes están —aunque no lo quieran admitir— ayudando al diablo a borrar de la tierra la huella visible del Dios encarnado.
Conclusión
La lucha por las imágenes no es un detalle estético: es una batalla espiritual. Los católicos las defendemos porque creemos en el Dios que se hizo visible. Los herejes las rechazan porque han olvidado —o nunca han entendido— el corazón del Evangelio. Las imágenes no son ídolos: son testigos silenciosos del Verbo encarnado. Por eso, quien las odia, odia —en el fondo— a Cristo hecho carne.