¿La tormenta que viene?

¿La tormenta que viene? Una lectura preliminar Otto Granados Roldán 

Cuando el próximo primero de octubre tome posesión la nueva presidenta de México se encontrará con una herencia envenenada que marcará inevitablemente su gobierno. Si bien su holgada victoria electoral evita conflictos poselectorales, los problemas por los que el país atraviesa son muy graves casi en cualquiera de los nervios vitales con los que, en teoría, funciona un gobierno. 

Veamos. Un asesor de Tony Blair lamentó alguna vez: “no existen salidas ‘dignas’ ni transiciones ‘ordenadas’, únicamente salidas y transiciones, todas ellas más o menos abruptas e insatisfactorias. Así es la vida, supongo”. 

En países altamente civilizados, en horas cambia el líder y todo sigue funcionando. En el México bronco, no. La próxima presidenta recibirá en primer lugar un país sumido en un desastre: 188 mil 522 homicidios dolosos; 800 mil personas muertas en pandemia; 47 millones de mexicanos en pobreza; 51 millones sin acceso a servicios de salud; 25 millones de mexicanos en carencia educativa; ciudades y regiones donde el Estado ya no existe; crecimiento económico de 0.8% promedio anual; finanzas públicas en terapia intensiva; programas sociales insostenibles donde destaca el costo de las pensiones para personas de 65 años que equivalen este año a 454 mil millones de pesos; déficit fiscal de 5.9%; obras faraónicas fallidas que hay que seguir pagando; un país a la cola de los índices internacionales de corrupción, estado de derecho y crimen organizado; una compañía petrolera quebrada con 107 mil 500 millones de dólares de deuda y cuya sobrevivencia pende del exiguo salvavidas de los dineros de Hacienda, entre otras cosas. Añádanse los desafíos tanto estructurales -desde el agua y la transición energética hasta el cambio climático y la inteligencia artificial- como coyunturales: la desconfianza de Estados Unidos, de los mercados financieros y de los inversionistas actuales y potenciales. 

La segunda página del testamento dice que tendrá que enfrentarse con un cuerpo técnico y una burocracia despedazados en distintas áreas, y un espacio notablemente reducido para manejar y corregir, a corto plazo, esos saldos testarudos. Lo que pueda hacer al principio dependerá centralmente de la competencia del equipo que arme y de la manera como diseñe, formule, comunique e instrumente las decisiones difíciles. Desde el punto de vista político no será fácil ese arranque porque la cómoda composición de “su” bancada legislativa estará sujeta a cierta fragmentación partidista, esto es, a los orígenes y lealtades de diputados y senadores que deben sus cargos a López Obrador, a las dirigencias nacionales de sus siglas o eventualmente a sus intereses territoriales y conexiones de todo tipo, entre ellas las zonas calientes desde el punto de vista de la violencia y el crimen organizado. 

Más aún: la disciplina de algunos hacia la próxima presidenta podría ser vacilante según los asuntos de que se trate y en todo caso subastarán su lealtad política. En la misma línea, deberá tratar con gobernadores, aunque su margen de maniobra es ligeramente mayor porque varios están políticamente debilitados, porque puede influir sobre la desabrida zanahoria de las participaciones fiscales, porque buena parte de las finanzas subnacionales está en los huesos y el gobierno federal les puede cerrar o dificultar los mecanismos de contratación de deuda, hoy sujetos a una Ley de Disciplina Financiera, o porque las transferencias, convenios, aportaciones y subsidios del centro a los estados y municipios -para agua, educación, salud, seguridad, carreteras, servicios públicos, etc.- entrarán en temporada de sequía, sencillamente porque no hay dinero extra.

 La tercera página plantea un mapa de problemas, debilidades y crisis muy confuso. Primero, no tiene partido. A diferencia del antiguo régimen, Morena es una copia forzada del “movimientismo” que usaron las izquierdas latinoamericanas en los años sesenta; no es un partido orgánico, con estructura, representación de clases, cuadros o masas, en el sentido clásico. Es muchedumbre más que organización.

 Por tanto, carece de los pilotes indispensables de una cimentación partidista funcional - disciplina, lealtad, coincidencias reales-; es, más bien, una combinación variopinta de oportunismo, militancia y transfuguismo, donde cada quien gestiona sus propias filias, fobias e intereses, lo que le puede dificultar tanto la integración de un equipo propio como el manejo legislativo, porque en sentido estricto no son sus aliados sino de López Obrador, que estará propenso a mecer la cuna. Como no es un partido clásico, no tiene, por consecuencia, un programa como tal. 

La llamada cuarta transformación nunca tuvo densidad histórica o social, ni un diseño doctrinario y conceptual de verdad. Tiene más clientes electorales que seguidores orgánicos, como se evidenció en la elección. Ha sido hasta ahora una colección de clichés y ocurrencias pegajosas pero no un programa de cambio estructural o sistémico. Y no puede haber segundo piso sin el andamiaje del primero. La transformación ha sido, más bien, una deriva autoritaria. La presidenta deberá decidir entonces si carga con eso como camisa de fuerza o intentará hacer viable, de tenerla, una agenda propia. En cuarto lugar, por las razones mencionadas al principio, esa hipotética agenda estará comprometida y en buena medida muy presionada por el arribo de la estación podrida: las cuentas que los actores económicos y políticos, los grupos de presión y los adversarios quieran ajustar con su antecesor para cobrarse aquello que, a su juicio, afectó sus intereses, de palabra y de obra, durante estos años.

 Las rupturas no son inéditas en México ni son ajenas a la traición, ese “acto fundacional de la política” según algunos. Las venganzas pueden no ser inmediatas, porque como quería Shakespeare es un plato que se come frío, pero colocará a la presidenta ante una disyuntiva cruel si quiere gobernabilidad: ceder a los instintos freudianos de matar al padre por mero sentido de conservación o, en caso contrario, nulificar su mandato y asumir el desgaste. Lo cierto es que la presión interna y externa, mediática y política, aún de sus partidarios, será muy intensa y puede verse en la necesidad de entregar cabezas. El siguiente frente, mucho más delicado, serán los nuevos jugadores en el campo cenagoso recibido. 

Por un lado, deberá decidir el tipo de entente que quiera o pueda construir (si es que quiere y puede) con una delincuencia organizada cada vez más fuerte y sofisticada que no está dispuesta a ceder ni a perder un ápice de los dominios físicos, financieros, institucionales, políticos y geográficos que hoy controla, calculados en un tercio del territorio nacional. Por otro, infinitamente más enredado, es cómo responder a un acertijo crucial para su propia estabilidad y para la seguridad nacional: qué hacer con las fuerzas armadas. Desde los años cuarenta del siglo pasado, los militares jamás habían tenido tanto poder, atribuciones y dinero como ahora. 

Los gobiernos de la posrevolución los dejaron hacer a ciencia y conciencia, mirando para otro lado en la acumulación de capital; manteniéndolos a raya con la provisión de apoyos y recursos por “si quisieran levantarse en armas” según cuenta la anécdota atribuida a Reyes Heroles, e incorporándolos a la política partidista - recuérdese que el PRI tuvo un “sector militar”-, todo lo cual ayudó a que en México no hubiera golpes de Estado. Los militares establecieron así un modus vivendi cómodo y rentable con los gobiernos civiles. Incluso en los casos de antiguas dictaduras en América Latina, donde sus fuerzas armadas fueron desplazadas del poder político mediante transiciones democráticas, conservaron casi intacto su peso económico, logístico y en buena medida institucional. Chile fue prototípico al respecto, hasta que en años recientes cuatro ex Comandantes en Jefe del Ejército, el cargo más alto en sus fuerzas armadas, fueron procesados o encarcelados. Con la militarización operada estos años, México parece, como se decía de España durante el franquismo, “un país ocupado por su propio Ejército». 

Las fuerzas armadas controlan policías, carreteras, aduanas, bancos, una aerolínea, puertos, aeropuertos, comunicaciones, infraestructura, empresas públicas y un largo etcétera, que no devolverán dócilmente al mando civil al menos por cuatro razones. Una es que sus atribuciones actuales les dan un poder inédito, como lo evidenció el affaire Cienfuegos. Otra es que ese estatus les permite una gestión mayúscula de recursos públicos y por ende acceso a negocios, legales e ilegales, y extracción de rentas sin una fiscalización civil realmente exhaustiva. Una tercera es que, en caso de que mantengan ciertas operaciones deficitarias -aeropuerto, trenes, puertos-, necesitarán una gigantesca inyección de recursos adicionales del presupuesto federal con los que éste no cuenta.

 Y, por último, la más importante: por su propia seguridad jurídica ante expedientes, acusaciones y hechos de presuntos abusos, corrupción e impunidad, que hasta ahora han mantenido blindados y reservados tanto en el insondable sistema de “justicia” militar como en los mecanismos de acceso a la información. Suponer, por tanto, que del poder que ahora tienen volverán a las más modestas tareas, aunque muy apreciables, de ayudar con la distribución de libros escolares, aplicar vacunas u operar planes ante desastres naturales es una candidez. Por último, ¿qué va a hacer con López Obrador? No hay un libreto, porque en mucho dependerá de resortes psicológicos y políticos, pero a algunos expresidentes -Zedillo, Calderón y Peña- les fue mucho mejor con sucesores procedentes de la oposición. Los conflictos en familia suelen ser más cruentos que entre adversarios y nadie sabe lo que vendrá, pero en la arena política la bicefalia nunca funciona. 

Por lo pronto, la convivencia durante los cuatro meses de transición podrían no ser tersos. El futuro ex presidente organizó íntegramente su estructura mental en torno del poder y es difícil salir de ese cepo. No es que no quiera aceptar la finitud, sino que parece psicológicamente impedido para ello. Las personas con poder siempre se repiten y una compleja combinación de sentimientos nubla su juicio. He allí la semilla de la tragedia griega: la terra incognita, la vida después del poder. En eso la política mexicana, con escasas excepciones, ha sido desgarradora. 

Finalmente, hay algo en lo que por mero pragmatismo debiera entenderse que es la urgente necesidad de proveer cierta dosis de concordia y serenidad en la vida pública, de reducir los peligrosos niveles actuales de encono y de cimentar mínimos comunes entre los distintos actores y sectores sobre las cuestiones cruciales para el país. En cualquier caso, no hay otra forma de enderezar a un país envenenado. Mantener encendida la hoguera de la polarización es un “combate sin gloria” dice Adriano en sus memorias. 

Y la historia es pródiga en ejemplos. Fuente: https://www.liderempresarial.com/la-tormenta-que-viene-una-lecturapreliminar/

Por: Redacción
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