Andrés Manuel y, en sí, los personajes de la primera línea de la 4T tienen muy clara una de las teorías que dominan los gobiernos populistas en América Latina y el mundo: la de la distracción. Son expertos en posicionar temas, debates e incluso agendas enteras con el fin de que la atención pública y mediática se concentre en otro lado, y no en lo verdaderamente importante, en aquello que es su prioridad.
La declaración de intenciones para reformar el Poder Judicial lleva ya meses. Se ha presentado en un cierre de sexenio, con una presidenta ya electa, y ha desatado consigo un número importante de opiniones. Incluso se han realizado foros a los que se envía –pareciera que a propósito– a la mal llamada "ministra del pueblo", Lenia Batres, para exhibir su profundo desconocimiento del derecho (sugerir que conozca de carrera judicial y de temas específicos ya sería mucho pedir) y prácticamente distraer a la opinión pública con su triste ignorancia.
Vemos hasta obras teatrales en foros públicos donde un hombre disfrazado de cerdo representa la justicia, y la Cuarta Transformación, con su reforma, es el lado correcto de la historia: de ese tamaño es la caja china.
Pero, mientras las redes se inundan de críticas a esta iniciativa populista y retrógrada que lastima la vida democrática y atenta contra la separación de poderes y la independencia judicial, Morena gesta uno de sus peores atropellos al pueblo, uno que hasta ahora no ha tenido la dimensión social que amerita por su importancia y trascendencia: la sobrerrepresentación legislativa.
Morena pretende quedarse con el total control en el Congreso de la Unión. De acuerdo al glosario del Sistema de Información Legislativa del Congreso de la Unión y del propio artículo 54 de la Constitución, la sobrerrepresentación se da cuando un partido político obtiene, en función de determinados mecanismos electorales, un porcentaje de curules superior al porcentaje de votos obtenidos o permitidos por la ley.
En la Cámara de Diputados se establece el límite de sobrerrepresentación para que ningún partido político pueda contar con más de 300 diputados y diputadas por ambos principios ni con un número de diputados que representen un porcentaje del total de la Cámara que exceda en ocho puntos su porcentaje de votación nacional emitida.
Si nos remontamos al espíritu del legislador, la intención constitucional de este límite es dar un espacio a las minorías y, sobre todo, garantizar una verdadera división de poderes y conservar, per se, el régimen democrático de nuestro país. Esa es la verdadera lucha, pues los efectos de que se salgan con la suya son realmente peligrosos. Tendrían la completa libertad de modificar el texto constitucional a su gusto y conveniencia, lo que, desde luego, podría incluir la reforma al Poder Judicial y a cualquier otra área que se les antoje.
Recuerdo con preocupación mis clases de derecho constitucional con el gran doctor Chacón Rodríguez, cuando nos preguntaba cuál era el único límite para modificar nuestra Carta Magna, incluyendo la forma de gobierno, su composición, y en sí, toda ella. La respuesta es simple: tener la mayoría para poder hacerlo.
Por eso es crucial contar con un Congreso de la Unión que funcione conforme a su composición histórica y no se convierta en un mero trámite, de esos que tanto les gustan. Les permitiría reformar la Constitución sin necesidad de negociar con otras fuerzas.
No se distraiga: de esto depende el futuro de nuestros organismos autónomos, de nuestros órganos electorales, de nuestra democracia misma. No es un tema menor, y debemos darle la dimensión que amerita.
Mario Sías