El 23 de agosto último, el Consejo General del INE tomó una decisión de suma relevancia relacionada con la renovación del Congreso de la Unión. Consciente del carácter histórico de esta determinación y en atención al vigoroso debate público que se ha generado en semanas recientes en torno a la asignación de diputaciones federales por el principio de representación proporcional, me parece importante compartir las razones de mi voto.
La asignación de curules de representación proporcional ha evidenciado no sólo las distorsiones de nuestro modelo de representación parlamentaria, como explicaré más adelante, sino también las ironías y contradicciones de nuestra vida política.
La contradicción a la que me refiero consiste en que quienes, desde 1996, aprobaron por unanimidad y acompañaron la aplicación del modelo de representación previsto en el artículo 54 constitucional, hoy exigen una nueva interpretación en aras de una representación más “justa”; y, por otro lado, quienes cuestionaban el modelo y que, durante los últimos años, han sostenido que la “justicia” debe primar sobre la ley, hoy defienden una interpretación más estricta y literal de ese precepto.
La percepción de la justicia depende de convicciones personales. El problema jurídico, en cambio, consiste en que la principal distorsión de nuestro sistema de representación política –la sobrerrepresentación– tiene su origen en la propia Constitución y en la ley.
En primer lugar, porque la elección de legisladores por mayoría relativa vigente desde 1917 deja sin representación a todos los electores que no votaron por la candidatura ganadora.
En segundo lugar, porque el modelo de asignación de diputaciones de representación proporcional vigente desde 1996, en lugar de corregir estas distorsiones, permite expresamente la sobrerrepresentación de los partidos políticos en la Cámara Baja, siempre que no excedan de 300 escaños ni superen en ocho puntos su porcentaje de votación. El PT y el PRD advirtieron esta problemática en los debates de la reforma constitucional de aquel año, pero finalmente fue aprobada por unanimidad.
Y por último, porque desde 1993 la legislación permite la asignación de triunfos de mayoría relativa entre partidos coaligados por virtud del convenio de coalición y no de los votos que cada partido recibe (art. 91, párrafo 1, inciso e, de la Ley General de Partidos Políticos, LGPP).
Hay que decirlo: el marco normativo, vigente desde hace décadas, favorece la sobrerrepresentación de las mayorías, castiga a las minorías y permite prácticas que, aunque legales, distorsionan la representación política.
De este hecho innegable surge el dilema al que se enfrentó el Consejo General: si, en su calidad de autoridad administrativa y a la luz de los resultados de esta elección, puede corregir o no, por la vía de la interpretación, las distorsiones en la representación política que generan la Constitución y la ley.
Así, la cuestión no es si el INE puede o no interpretar las normas, sino cuáles son los límites jurídicos y en su caso el alcance de esa posibilidad. Los artículos 14 de la Carta Magna, y 5 y 6 de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales (LGIPE) establecen que puede hacerlo “conforme a los criterios gramatical, sistemático y funcional” atendiendo “a la interpretación jurídica de la ley, y a falta de ésta... [a] los principios generales del derecho”. Éstos son los límites y el orden de prelación de las facultades interpretativas del INE. Solamente ante la insuficiencia gramatical evidente y ante la falta de una interpretación jurídica prexistente que sustente la lectura sistemática y funcional de la ley, es que puede acudir a la abstracción de los principios generales del derecho.
Ahora bien, en el debate público se ha planteado que una interpretación puramente gramatical del artículo 54 constitucional, es decir, aplicarlo solamente a partidos y no a coaliciones, llevaría al absurdo de distribuir diputaciones de representación proporcional solamente a uno de los siete partidos políticos nacionales (MC) y a una sobrerrepresentación excesiva de una de las coaliciones (Morena-PT-PVEM). Por lo tanto, a la luz de esta visión, se exige que en la distribución de diputados de representación proporcional se trate a las coaliciones como si fueran partidos.
Desde mi perspectiva, una interpretación en ese sentido implicaría exceder las facultades del INE, desconocer la voluntad expresa del legislador e incluso dejar sin efectos porciones normativas vigentes. En efecto, el legislador –no el INE– ya ha resuelto claramente los absurdos a los que llevaría una interpretación puramente literal del artículo 54 constitucional: desde 1996, el entonces Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) establecía que “para el registro de las listas completas de candidaturas a diputados por el principio de representación proporcional [...] deberá acompañarse [...] la constancia de registro de por lo menos 200 candidaturas para diputados por el principio de mayoría relativa, las que se podrán acreditar con las registradas por el propio partido y las que correspondan a la coalición parcial o flexible a la que, en su caso, pertenezca”. Esta disposición sigue vigente en el artículo 238, párrafo 4, de la LGIPE.
En cambio, para asignar diputaciones de representación proporcional y calcular los límites constitucionales de sobrerrepresentación, la ley –no el INE– equiparó coalición a partido desde 1993, pero a partir de 2008 eliminó explícitamente la palabra “coalición” para efectos de la distribución de escaños de representación proporcional, aunque no para el registro de candidaturas. Desde entonces, la legislación no ha cambiado y los precedentes judiciales han confirmado que la asignación de diputaciones de representación proporcional se debe hacer por partido y no por coalición.
En este contexto, el INE no está interpretando “literal y aisladamente” el artículo 54 de la Constitución, sino sistemáticamente, precisamente a partir del sistema de reformas, leyes y precedentes que reglamentan dicha norma.
Como mencioné antes, este modelo de representación política genera distorsiones evidentes en los efectos del voto, pero es el modelo que aprobaron y acompañaron partidos políticos y legisladores desde 1996 y, desde entonces, advirtieron que se trata de un modelo “que mantiene viva la sobrerrepresentación de la primera fuerza electoral en detrimento de los partidos políticos de menor presencia electoral” (PT).
Quizás se trate de un modelo 'injusto', pero entre la justicia y la ley, siempre debe prevalecer la ley, porque la certeza jurídica es el fundamento del Estado de derecho y de la paz social. La función del INE no es redefinir el sistema electoral para adaptarlo a las circunstancias políticas del momento o a modelos teóricos de democracia, sino garantizar que se aplique la ley. Ni más, ni menos.
Como país, podemos elegir a nuestros representantes con las reglas democráticas que mejor nos parezcan, pero siempre dentro y desde esas reglas previamente acordadas. Ceder, en cambio, a agendas políticas, al deseo personal o a la idea abstracta y subjetiva de justicia, sólo nos conducirá al callejón sin salida de la “ley del más fuerte” que no es ley sino arbitrariedad. La ley y el Estado de derecho son el único equilibrio viable y duradero ante la siempre cambiante disparidad de fuerzas en la política.
En todo caso, corresponderá a las y los legisladores o al Tribunal Electoral dotar de un sentido distinto al modelo de representación política previsto en la Carta Magna.
Con información de proceso.com.mx