—El agua llegaba por aquí…
Mariana Yuleny, una mujer delgada y menuda de 33 años, estira el brazo para alcanzar la franja de color marrón que en una pared de su salón marca el punto al que subió el agua.
Afuera, en la comunidad Los Cimientos, en el municipio de Coyuca de Benítez, Guerrero, la mujer recuerda que las calles ya no se veían; súbitamente habían dejado de existir. Eran canales de agua marrón, enlodada, que corría con furia por todas partes.
—La verdad es que nos confiamos –cuenta Mariana–. Nosotros aquí tenemos en el pueblo un arroyo, que pasa por un costado. Siempre estamos pendientes de él. Pero como el arroyo no traía agua, por eso estábamos tranquilos, a pesar de las lluvias. Con lo que no contábamos es que lo que se desbordaría es el río que va para Coyuca y que, a su vez, inundó el arroyo.
—El agua nos inundó en segundos, ¡pero así, en segundos! –exclama ahora chasqueando los dedos Alan Hernández, de 40 años, esposo de Mariana, que aun abre mucho los ojos cuando recuerda lo vivido a los pocos días de que el huracán John tocara tierra en Guerrero el pasado 24 de septiembre, dejando al menos 15 muertos en la entidad y millonarias pérdidas económicas.
Alan Hernández señala hasta donde llegaba el agua en su vivienda tras el paso del huracán John | Foto: Manu Ureste, Animal Político
—Yo crucé la calle para ayudar a mi papá a sacar algunas cosas de su casa, cuando oigo que me grita mi esposa: ‘¡que viene el agua, que viene el agua!’ Me asomo y pues ya venía la ‘corrientada’.
El hombre se apoya en la puerta de un refrigerador completamente inservible, y pasea la mirada por el suelo del salón de su casa, que no se ve por el lodo y el agua que aún se acumula en la vivienda a una semana de paso de John. Afuera, los colchones encharcados y llenos de barro se acumulan en la calle, junto a otra enorme fila de colchones putrefactos de los vecinos. En toda la comunidad de unas 300 personas no quedó ni un colchón en buenas condiciones, ni un refrigerador, ni una estufa, ni una televisión, nada. Todo fue, literal, pérdida total para estas personas que, además, perdieron negocios y herramientas de trabajo.
—Todo pasó en cuestión de unos 30 segundos. El agua entró a las casas y lo inundó todo. Ya cuando teníamos el agua por la cintura, le dije a mi esposa que, ni modo, dejáramos todo y agarráramos a los niños para irnos al refugio. Si nos hubiéramos quedado unos minutos más… ya no hubiéramos alcanzado a salir.
A continuación, Mariana, que dejó a su hijo pequeño adentro de un barreño para bañarlo ante la falta de agua potable y de electricidad, explica que la comunidad ha sido víctima de manera recurrente de los embates del clima. Ya sufrieron graves pérdidas durante el huracán Paulina, en 1997, y con los huracanes Ingrid y Manuel, en 2013, luego con Otis, el año pasado. Aunque asegura que ninguno ha sido tan dañino para esta comunidad que vive del trabajo en el campo como el último fenómeno meteorológico, John.
—Pasamos mucho miedo –dice con voz trémula la mujer, que recuerda haber visto el refrigerador flotando por el salón de su casa–. Todos en el pueblo teníamos mucho miedo, porque este huracán nos dejó a todos pérdida total. En algunos puntos, el agua llegó a subir más de tres metros. Nunca había ocurrido una tormenta así. Nunca.
Verónica Rodríguez, de 34 años, tenía su estética en el interior de una humilde casita de planta baja, con la fachada pintada de un llamativo color rosa mexicano.
En cuestión de segundos –todos en la comunidad repiten que el suceso ocurrió de manera vertiginosa–, se quedó sin su negocio y sustento, y también sin su vivienda, que, literal, se fracturó por la mitad. La segunda, además, que pierde luego de que los huracanes Ingrid y Manuel también desbaratasen la otra casita donde vivía con su familia.
La casa que Verónica construyó con ayuda del gobierno luego del paso de Ingrid y Manuel, quedó fracturada | Foto: Manu Ureste, Animal Político
—Se repitió la historia de Ingrid y Manuel –lamenta la mujer resignada, observando la enorme grieta en la pared que deja al descubierto el interior de su sala de estar y la cocina–. Aunque este huracán fue todavía peor para nosotros, porque llovió más, generó más lodo, y provocó que se desbordara el río que inundó a toda la comunidad.
—La verdad –agrega ahora tras unos segundos de reflexión–, sí estoy pensando en irme del pueblo. Por mis niños, porque no quiero que vuelvan a pasar por algo así. Queremos mudarnos para Coyuca.
—¿Por qué? –le pregunta el reportero.
—Pues, por el cambio climático, creo que cada vez va a ser más difícil que esta comunidad permanezca aquí, porque cada vez se generan más huracanes, más lluvias, más lodo, y las casas están más abajo y cada vez se producen más socavones como este –la mujer apunta hacia el enorme hoyo en la parte delantera de su inmueble, que engulló parte de la casa, fracturándola en dos.
Los habitantes de Coyuca lamentan haber perdido los enseres que el gobierno de AMLO les regaló tras el paso de Otis | Foto: Manu Ureste, Animal Político
La señora Irene Romero, la comisaria y representante del poblado de Los Cimientos, dice que entiende la postura de los vecinos que están analizando la posibilidad de abandonar la comunidad, aunque cree que, “antes de llegar a una decisión así de drástica”, hay otras posibilidades que se deberían explorar.
—Todos sabemos que esto sucede de una forma más recurrente por el cambio climático, y que por eso debemos ya tomar acciones y decisiones diferentes –plantea la comisaria desde el patio de recreo de la escuelita que está a la entrada a la comunidad, donde hay un par de coches volcados por el arrastre del agua.
—Esta tierra es muy fértil; nos ha dado la vida siempre –dice ahora la mujer con la voz entrecortada–. Se nos haría muy difícil abandonar nuestro pueblo, aunque sí tendríamos que hacer una encuesta a las personas que habitan aquí para saber cuáles son los que quieren salir. Sin embargo, más allá de eso, creo que hay otras soluciones. Por ejemplo, acá hay un arroyo, que se debe desazolvar, porque quiero pensar que eso es lo que provocó que toda esa agua del río se viniera directamente al pueblo. Y el río, ojalá pudieran dragarlo, porque también está azolvado.
Además, la comisaria dice que ahí por donde se fracturó en varias partes una carretera que pasa por delante del pueblito, unos metros más adelante del puente ‘Coyuca II’, se debería hacer un puente “para que el agua no se acumule en ese punto, ni se desborde, y pueda fluir con facilidad”.
—Hay soluciones que no son tan drásticas, pues –plantea conciliadora la comisaria ejidal, aunque asegura que ella misma ha sufrido también los embates del clima.
—El huracán Otis destruyó los techos y provocó algunas pérdidas materiales. Pero nada que ver con el huracán John. Ahorita son mucho más grandes las pérdidas. Hay muchas casas tiradas, inhabitables. La pérdida es prácticamente total en toda la comunidad; casi no hay nada que se pueda rescatar. El agua cubrió todo el pueblo, y gracias a Dios que solo fueron pérdidas materiales, y no humanas.
La señora Santiaga Zúñiga, de 68 años, está descansando sentada en una silla embarrada en la puerta de su casa, un inmueble de fachada pintada de un estridente color verde limón. Tirados sobre el suelo arcilloso de la entrada yacen un colchón inservible y los sillones de lo que era su sala de estar.
En toda la comunidad no quedó ni un colchón que sirviera | Foto: Manu Ureste, Animal Político
—¡Todo se perdió! ¡Todo! –grita mirando de reojo al cielo colmado de nubarrones grises, que ya está dejando caer una tupida lluvia sobre la comunidad, para preocupación de los vecinos–. No quedó nada bueno. ¡Todo se echó a perder! Los muebles, la cocina, todo lo que tenía se fue a la fregada.
A continuación, la mujer menuda, una maestra jubilada que ahora dice que se gana la vida de lo que cosecha en el campo, entra al interior de su casa en donde hay un refrigerador lleno de lodo. Se trata de uno de los refrigeradores que el gobierno del expresidente López Obrador entregó a los damnificados del huracán Otis, y que todos los damnificados entrevistados dijeron que ya también quedaron inservibles, así como los colchones que yacen en las calles, los cuales, también en su mayoría fueron donaciones gubernamentales tras el potente huracán de hace menos de un año.
—Con Otis perdimos todo, y ahora con John lo volvimos a perder todo –lamenta la mujer, de la que hay una fotografía en un cuadro clavado sobre la pared del comedor, a algo más de dos metros de altura. Justo a la altura de los ojos quedó la línea marrón que marca el nivel al que llegó el agua. Prácticamente, hasta el techo de la vivienda.
—Todo el pueblo está igual de mal. No hay nada que salvar, ni un colchoncito, nada. Todo se echó a perder –lamenta amarga la señora Santiaga.
Con información de Animal Político.